Ha sucedido algo, cuanto menos,
curioso en la familia. Mi tío se quiere casar… por segunda vez. Sí. No contento
con la primera vez, que no salió bien, quiere volver a intentarlo. Está
profundamente enamorado de la tía Rosi. Muy maja, por cierto. No obstante, y
pese a que a algunos les cueste comprender que uno a los sesenta años no haya
entendido ya que el romanticismo no existe, esto no es lo raro. Lo
incomprensible es que él está plenamente decidido, lo está desde hace unos cuatro
años, pero no puede. Y no puede porque no le dejan. Es un español castigado sin
poder casarse y me veo en la obligación de denunciarlo, no sólo porque no para
de darme la tabarra, sino porque me parece indignante. Me explico:
Es una historia muy bonita que a
mí me encanta contar. Tengo un tío, éste del que os hablo, que nació en Villa Cisneros, provincia de África Occidental Española, en el año… puff, ni me
acuerdo. El Sáhara era todavía español. A mi abuelo, valenciano, le destinaron allí por
asuntos de trabajo y mi abuela se fue con él. El Sáhara dejó de ser español, y parece ser que la
existencia de los que allí nacieron se tornó en “un espejismo”. Porque sí, son
españoles, pero no hay manera de demostrarlo, Libro de Familia en mano. Lo
dicho, un espejismo.
Total, que hace cuatro años mi
tío comenzó a reunir toda la documentación que le exigían para casarse por lo
civil con la tía Rosi, después de anunciarlo a la familia con ilusión, gozo y
fervor, pero le faltaba la partida de nacimiento. Pensando en un primer momento
que se trataba de una sencilla gestión, a día de hoy ya ha recorrido los
Registros Civiles de toda España, ha redactado cartas (que yo he corregido) a
todos los jueces encargados del Registro Civil, y al Registro Civil Central.
Nadie sabe dónde está su partida de nacimiento. Ha desaparecido. En Hacienda le
tienen bien localizado. Ironías al margen, no puede ser que en pleno siglo XXI
desaparezca una partida de nacimiento y, después de cuatro años, e iniciado un
expediente para nueva inscripción, nada se sepa. Y, pese a que sea una historia
apasionante, que a mí me encanta contar, no es original. Pienso en toda la
gente que perdió su “identidad oficial” después de la guerra, como consecuencia
de bombardeos, quemas y otras desgracias. O por cualquier otro motivo. Tal vez
no todos puedan esperar cuatro años. Existe un procedimiento administrativo,
sencillo en principio, para dar respuesta a estos contratiempos, que por lo
visto dura mucho tiempo. ¿Y mientras tanto? ¿Y si pasase alguna desgracia
mientras se vuelve a inscribir el nacimiento de mi tío en el Registro Civil?
¿Quién sería el responsable? ¿Perderían sus derechos, o no los perderían porque
nunca les permitieron adquirirlos?
Mi tío ha nacido, se lo prometo. De hecho ya
se casó hace muchos años. Es un tipo gordito, muy alto y muy salado, cuyo deseo
desde hace mucho tiempo es algo que consiguen todos los españoles en un
suspiro. Una boda. Una vez notificada la resolución que nos sorprendió con la
pérdida de su partida de nacimiento, pienso yo que habría sido suficiente con
personarse en algún lugar con gente muy importante al mando, gente con mucha
responsabilidad, pues en sus manos está la decisión de determinar si una
persona ha nacido o no. Gente capaz de entender que ese señor que está ahí, que
le estamos viendo, de pie, confuso, pero desde luego nacido y criado, que porta
en su mano derecha el libro de familia, conservado por los siglos de los siglos
de los siglos y ya algo deteriorado por el paso de los años, no es un
espejismo. Y en la izquierda, su DNI. Es mi tío, un señor con derechos, con
muchos derechos, los mismos que cualquier ciudadano. Un señor muy sencillo, que
vive con su eterna prometida en la huerta murciana y que, al menos en esta
ocasión, no reclama por capricho. No quiere que su voz se oiga para darse
importancia o simplemente protestar. Porque lo único que quiere es acudir al
mismo juzgado que hoy duda de que haya nacido, para volver a nacer.